RAÚL PORRAS BARRENECHEA |
El
23 de agosto, el entonces canciller peruano defendió a Cuba ante la OEA,
desobedeciendo la orden del presidente Prado, quien forzó su renuncia. Días
después, murió de un infarto y el gobierno cubano envió una ofrenda floral, en
memoria de su intervención. Historia
Redacción: La
República 17 Dic 2014
A
propósito del acuerdo de Estados Unidos y Cuba con el que restablecen
relaciones diplomáticas luego de 53 años, es preciso recordar la
intervención del excanciller Raúl Porras Barrenechea en defensa de la
revolución cubana ante una OEA que estaba sometida a la voluntad del país
norteamericano.
El
23 de agosto de 1960, en la séptima reunión de cancilleres de la OEA, realizada
en San José de Costa Rica, Estados Unidos promovía la condena al país isleño
por el carácter socialista que había adoptado. El diplomático estadounidense
esperaba que los países miembros apoyen su iniciativa y se haga frente al gobierno
revolucionario.
Sin
embargo, en un discurso notable como pocos, el entonces ministro de Relaciones
Exteriores, Raúl Porras Barrenechea, quien presidió la comitiva peruana
que llegó hasta Costa Rica, se paró y expresó una opinión contraria a la de
casi todos los presentes en la reunión.
En
abril de 1957, el presidente Manuel Prado Ugarteche lo nombró como su
canciller. Al sanmarquino se le conocía por su actitud calmada, nunca había
mostrado una posición cercana al socialismo o el izquierdismo, sino era un
evidente conservador.
El
presidente Prado envió a Porras a Costa Rica ordenándole que secunde la
posición estadounidense, pero por cuestión de principios, el diplomático estaba
en contra de ello.
Porras
Barrenechea ofreció un emotivo discurso, en defensa de la independencia y
soberanía cubana, desobedeciendo al mandatario peruano. Tal fue su exposición
que no fue recibido por un edecán del Gobierno en el aeropuerto, como
correspondía.
A
los pocos días, presentó su renuncia. El 27 de septiembre de ese año, un
infarto apagó su connotada vida. El gobierno cubano envió una ofrenda floral,
consciente de lo hecho por Porras en San José.
A CONTINUACIÓN EL
DISCURSO DE PORRAS BARRENECHEA
(23 de agosto de
1960 discurso ante la VII reunión de Cancilleres.)
Señor
Presidente, Señores Cancilleres:
En
1826, al reunirse en Panamá por convocatoria de Bolívar y de la Cancillería
Peruana, hecha desde Lima, dos días antes de la batalla de Ayacucho, el 7 de
diciembre de 1824, la primera Asamblea Anfictiónica de los pueblos de América,
decía el delegado peruano Vidaurre, con énfasis americanista: "Hemos sido
los primeros en concurrir al lugar destinado a formar los eternos pactos de
amistad y alianza entre todas las Américas".
He
ahí prefijada, desde 1826, la vocación unitaria y conciliadora del Perú en el
ámbito americano. Ella arrancaba desde muy lejos y tenía las más hondas raíces
telúricas. En la behetría primitiva de América, los Incas fueron los primeros
en forjar una gran unidad política sobre la base del respeto de la personalidad
de los pueblos incorporados a su influjo civilizador, desterrando la violencia
y la fuerza, respetando las creencias y los usos de los pueblos coaligados y
llevando sus ídolos para colocarlos, en señal de reverencia, en el Templo del
Sol. De aquel remoto legado indígena, que no logró borrar sino que acentuó y
afirmó el humanismo español de teólogos y juristas frente a la voluntad de
poder de los conquistadores, brotó también la vocación de paz y justicia y el
sentido de equidad del pueblo peruano que hizo realidad la utopía socialista de
la igualdad económica entre los hombres y la justa distribución de la riqueza,
creando el topu, la medida igual de tierra para todos los súbditos del Imperio
y magnífico anticipo de las incipientes reformas agrarias de nuestro tiempo.
El
Perú, en el que ha predominado étnicamente la sangre indígena aunada al
espíritu ético de España, ha sido siempre en la historia un camino de
fraternidad y de armoniosa conciliación de contrarios. En su territorio,
situado en la encrucijada de todos los caminos de la América del Sur, se
conjugaron y fundieron las oleadas culturales de Aztecas, de Mayas y de
Chibchas y hasta el mítico e hirsuto primitivismo de caribes y arawaks. Lima
fue el centro del comercio y de la ilustración sudamericana, y, en la hora de
la emancipación, coincidieron en nuestro suelo las corrientes libertadoras del
Norte y del Sur para ganar en territorio peruano la batalla fraternal de
Ayacucho. Ese deber y ese destino telúrico fueron mantenidos por el Perú a
través de su evolución republicana. En un período de auge económico y de
predominio político sudamericano, el Perú eludió las soluciones de fuerza,
buscó la coordinación jurídica y la solidaridad de intereses y de ideales de la
América Latina. Convocó desde Lima al Congreso Americano de 1847 para afianzar
la independencia, resguardar la integridad territorial de nuestros pueblos,
repeler la invasión extranjera y uniformar los principios del derecho
internacional, de modo tal que la América toda crezca como una sola familia. El
Canciller peruano Paz Soldán, al instruir a su Plenipotenciario ante ese
Congreso le indicaba que debía procurar la formulación de tratados que
afianzasen la independencia, soberanía e instituciones de cada una de las
naciones americanas, "de manera que ningún poder extraño pueda atentar
impunemente contra intereses y objetos tan importantes de que depende la
existencia y bienestar de nuestras naciones".
El
Perú convocó también a la Unión y Confederación Americana ante los asomos de
intervención extranjera en el siglo XIX, mientras dormían los Monroes. Promovió
la reunión de los pueblos del Pacífico para oponerse a la expedición
monarquista de Flores, apoyada por los albaceas de la Santa Alianza, se opuso a
las intervenciones en México y Santo Domingo, dio su apoyo pecuniario a Costa
Rica para rechazar la intervención filibustera de Walker y convocó a la solidaridad
defensiva contra los intentos de conquista española, a Chile, Ecuador y
Bolivia, en la Cuádruple Alianza del Pacífico que culminó gloriosamente en el
Callao el 2 de Mayo de 1866. Más tarde buscó la coordinación jurídica en 1875,
propuso la formación de un zollverein americano y reunió un Congreso de
Jurisconsultos en Lima en 1868.
Ello
explica claramente -he dicho otra vez- la posición internacional del Perú en
nuestro siglo, su adhesión obstinada a las soluciones de derecho y de paz, su
acatamiento a los fallos internacionales, su fe en la conciliación
internacional, su cooperación a la Sociedad de las Naciones bajo el signo
wilsoniano y su contribución a la Carta de San Francisco y a la defensa de los
valores de la civilización humanista y cristiana dentro del marco de las
Naciones Unidas. El Perú ha declarado, por otra parte, en las Naciones Unidas
así como en las Conferencias de Cancilleres de Washington y Santiago, su
adhesión invariable al principio de no intervención venga ésta de donde viniere,
su respeto a la personalidad del Estado como base del orden internacional y a
la libre determinación de los pueblos. Ha declarado, asimismo, reiteradamente,
que considera como base del sistema democrático la promoción del desarrollo
económico de nuestros pueblos, la elevación del nivel de vida de los
trabajadores latinoamericanos continuamente acechada por la agresión económica
que significa la política de cuotas y subsidios y la instauración de un nuevo
interamericanismo contrario a todas las formas de explotación que promueva el
mayor adelanto industrial y el amplio disfrute, por parte de nuestros pueblos,
de sus riquezas naturales.
Estos
hechos marcan una trayectoria y una conducta a la que se ciñó el pedido de
convocatoria de una Reunión de Consulta de los Cancilleres Americanos hecha por
el Perú "para considerar, según lo dijo la propuesta de 12 de julio
último, las exigencias de la solidaridad continental, de la defensa del sistema
regional y de los principios democráticos americanos ante las amenazas externas
que puedan afectarlos". Formulada en términos de absoluta neutralidad y
propósito de conciliación, ella no contuvo índice alguno de acusación contra
nadie y tendió, como lo declaré a raíz de la presentación ante la 0EA, a
promover todo lo que une y no lo que separa. Recogía sin saberlo la explicación
cimera que Martí dio a la unidad americana cuando expresó que "La América
ha de promover todo lo que acerque a los pueblos y de abominar todo lo que los
aparte". En esto como en todos los problemas humanos, dijo el héroe y
poeta cubano, el último de nuestros libertadores, el porvenir es el de la paz.
La
situación internacional justificaba nuestra propuesta. Pese a los acuerdos y
resoluciones aprobados en agosto de 1959, por la Quinta Reunión de Consulta de
Santiago, la tensión existente en la zona del Caribe lejos de mejorar había
empeorado por obra de múltiples y complejos factores, no sólo políticos sino
económicos, particularmente por el desequilibrio entre las premiosas
necesidades de nuestros pueblos y la escasez de recursos para satisfacerlas. El
peor elemento de inseguridad en el Caribe era, sin duda, la política de
extorsión del Gobierno de Santo Domingo, violatoria de los derechos humanos, y
sus actos de intervención y agresión contra los gobiernos democráticos,
particularmente contra el de Venezuela. Esa conducta acaba de ser enjuiciada
por la Sexta Reunión de Consulta con tanta energía que nuestro sistema regional
se ha robustecido y prestigiado con esto. El panorama cargado de sombras se empeoró
progresivamente por las tensiones surgidas entre Cuba y los Estados Unidos, por
las represalias adoptadas por una y otra parte y las amenazas de ruptura del
sistema interamericano agravadas por la intromisión del Primer Ministro del
gobierno soviético, cuyo objetivo evidente era el de atizar la discordia en el
Caribe, desquiciar el sistema continental e impulsar la penetración soviética
en el medio propicio de los países americanos subdesarrollados.
La
doctrina y la praxis del interamericanismo están basadas, desde el Congreso de
Panamá, en el mantenimiento del principio de no intervención y en la defensa
del sistema democrático. La anacrónica doctrina de Monroe, que tuvo como
finalidad impedir la intervención europea en América, que cumplió una función
defensiva en algunos casos y se arrogó prerrogativas de tutela moral, ha sido
sustituida por pactos multilaterales como los enderezados en la actualidad a
impedir cualquier intervención extracontinental, pero, sobre todo, a
desarrollar nuestras propias instituciones y disfrutar de nuestra
independencia.
El
sistema Interamericano ha significado un esfuerzo secular para constituir un
sistema jurídico propio, distinto del de Europa y otros continentes, libremente
aceptado por todos sobre la base de la integridad y de la independencia de
nuestros Estados. No obstante las diferencias étnicas y psicológicas entre los
Estados Unidos y la América Latina, han logrado formularse, favorecidas por
razones geográficas, normas y aspiraciones comunes. Si Europa, tensa de
rivalidades, de credos y de castas, fue siempre, según Jaspers, el continente
de la lucha y de la guerra, en América se han favorecido en todo momento las
fuerzas de integración de sus diversos elementos étnicos, buscando en los
principios del derecho y no en la fuerza el lazo de una permanente solidaridad
política. América Latina, distinta fundamentalmente de los Estados Unidos por
su individualismo exagerado, su idealismo tenaz, su entusiasmo por las ideas
puras y los dogmas políticos, la indisciplina de su vida política, su culto de
las ideas de humanidad e igualdad, ha erigido particularmente como norma de su
vida internacional la proscripción de la fuerza y la exclusión de los elementos
perturbadores del orden y las doctrinas disociadoras de otras partes del mundo,
que chocan, como dijo Sáenz Peña, con la fecundidad del suelo americano y con
los sentimientos de clemencia y generosidad propios de nuestra raza. De estas
inclinaciones pacíficas y solidarias han surgido los postulados, que se han
impuesto en las Conferencias Panamericanas, de exclusión de toda hegemonía
política, de defensa de la paz y de las soluciones pacíficas de las
controversias internacionales, de respeto de los derechos fundamentales de la
persona humana, de culto de la armonía y de la tolerancia, de instituciones
como el asilo que proscribe la persecución y la venganza y que han dado lugar,
como dijo García Calderón, a una confederación moral sin pactos escritos y sin
rudas sanciones. América Latina ha llevado sus ideales y los ha fusionado con
los ideales de orden y de libertad propios de la tradición puritana de los
Estados Unidos, de Washington, Jefferson y Hamilton. De ellas ha brotado la
esencia del interamericanismo.
Han
coincidido fundamentalmente los Estados Unidos y la América Latina en la
defensa del principio de no intervención propugnado a la vez por Monroe y por
Bolívar. Ellos han revivido en los convenios de Río de Janeiro, de Buenos
Aires, de Lima y de Bogotá. En la Declaración de Solidaridad y Cooperación
Americana aprobada en la Conferencia de la Consolidación de la Paz, en Buenos
Aires el año 1936, las 21 repúblicas se obligaron a sostener el principio de
"democracia solidaria en América", conforme al cual los actos
susceptibles de perturbar la paz afectan a todas y cada una de ellas. Estos
principios han sido reiterados por los artículos 24 y 25 de la Carta de la OEA
y por sucesivos pactos de seguridad colectiva, tales como el Tratado de
Asistencia Recíproca de Río y la Declaración 32 de la Conferencia
Interamericana de Bogotá que condena "la injerencia en la vida pública del
continente americano de cualquier potencia extranjera o de cualquiera
organización política que sirva intereses de una potencia extranjera, así como
los métodos de cualquier especie de totalitarismo".
La
no intervención es pues, uno de los puntos claves del interamericanismo. Es una
sólida doctrina multilateral proclamada y sustentada por todas las repúblicas
americanas, reafirmada en la Declaración de Lima de 24 de diciembre de 1938 que
ordena el procedimiento de consulta para hacer efectiva la solidaridad
americana contra cualquier atentado a su soberanía e independencia. El artículo
15 de la Carta de la OEA establece que ningún Estado o grupo de Estados tiene
derecho de intervenir, directa o indirectamente, ya sea cual fuere el motivo,
en los asuntos internos o externos de cualquier otro, y agrega terminantemente
que este principio excluye no solamente la fuerza armada, sino también cualquier
otra forma de injerencia o de dependencia atentatoria de la personalidad del
Estado y de los elementos políticos, económicos y culturales que lo
constituyen. Está claro, pues, que los convenios interamericanos proscriben
toda injerencia extraña extracontinental en América y que ellos vedan también
toda forma de injerencia de un país americano en los asuntos internos del otro.
Este principio es el más seguro amparo de las pequeñas naciones, la base más
firme de la paz continental y el mejor recaudo de la seguridad común. Pero debe
entenderse que no admite interpretaciones parciales y que no funciona en un
sentido unilateral sino multilateralmente. Los pactos americanos contrarios a
las injerencias extracontinentales en asuntos americanos no contradicen los
principios de las NN.UU. y antes bien se integran con ellos en la Carta de esta
organización y en la de los Estados Americanos.
El
caso de la Séptima Conferencia no es, sin embargo, un proceso como el de la
Sexta Conferencia que señale o incumba responsabilidad y sanciones. El Perú ha
propuesto una cita de conciliación y de fraternidad en la que se refuerce la
unidad americana, la solidaridad histórica de América Latina y la conjugación
de sus intereses con la democracia norteamericana ligada a ella por factores
geográficos irreversibles y comunidad de destino histórico. Seguimos una pauta
de mejoramiento social y económico que trate de encauzar formas de vida más
decorosas para los hombres de América en el campo económico y social y tratamos
de desviar las corrientes discordes que conspiran contra las ideas de
personalidad, unidad, estabilidad y autoridad que califican la cultura de
Occidente. Defendemos junto con el sistema regional un estilo de vida y un
sistema de valores que confíe en las fuerzas espirituales y destierre de la
vida colectiva los factores de envidia, de odio y de venganza. No debemos
dudar, en ningún momento, de los buenos propósitos tanto de Cuba como de los
Estados Unidos ni arrogarnos la función de dirimir una divergencia bilateral.
Entre Cuba y los EE. UU. han existido motivos de amistad y cooperación que han
derivado en beneficio de la cultura de ambos pueblos y en acicate de progreso.
Hay entre ellos, no obstante las divergencias surgidas y las mutuas
inculpaciones, puntos de aproximación y de coincidencia. Los Estados Unidos han
declarado por la voz del Secretario de Estado Hughes que ellos reconocen en
América Latina "el derecho a la revolución y que cada nación puede
gobernarse a sí misma según la forma que quiera y cambiarla a su arbitrio si es
que cuenta para ello con la voluntad popular". "El principio de
hegemonía de uno o más Estados americanos -proclamó el mismo estadista- debe
ser descartado de una vez para siempre del sistema internacional
americano". Cuba, al rechazar las afirmaciones oficiales de los Estados
Unidos, ha asegurado también ante el Consejo de Seguridad de las Naciones
Unidas que su posición es de amistad y cooperación con todos los pueblos y que
está dispuesta a convivir en paz y a incrementar sus relaciones diplomáticas y
económicas sobre bases de igualdad y respeto mutuo con los Estados Unidos.
Contrariando volanderas opiniones, Cuba ha afirmado, por la voz de su Ministro
de Relaciones Exteriores, que quiere ajustarse a normas de derecho
internacional y no a posiciones de fuerza, pero que rechaza cualquier intento
de intervención en sus asuntos internos y las agresiones económicas. Debemos
confiar por esto en las fórmulas de entendimiento y en la influencia de los
factores morales e históricos de unión y solidaridad entre los pueblos de
América. Sólo asociándonos todos los pueblos del Continente podremos resistir
las agresiones de fuera y mantener la originalidad de nuestra cultura y de
nuestras formas de vida. Yo no concibo ni puedo imaginar que el pueblo cubano,
el pueblo de Martí, de Heredia y de Casal, de José Enrique Varona, en cuyos
tiempos la isla tenía más maestros que soldados, pueda aceptar ajenas tutelas
espirituales para convertirse en satélite de ninguna potencia. Debemos confiar
en el pueblo de Cuba y debemos procurar que manteniendo la inspiración que
brota de la realidad económica latinoamericana mantenga su íntima coherencia
con nuestros pueblos a los que le unen lazos irrenunciables de sangre y de
espíritu, para hallar juntos medios de conciliación amistosa como los que se
obtuvieron entre México y los Estados Unidos que reafirmaron la unidad
americana. Estos medios pacíficos refluirán enseguida en el mantenimiento del
sistema interamericano, de nuevas estructuras de paz que traspasen el ya trillado
camino de la buena vecindad y consagren una nueva armonía continental basada en
la emancipación económica de nuestros pueblos. La subsistencia de los sistemas
regionales en la confusión de la hora actual, urgida o ganada por el espíritu
de lucro y de poder, por sentimientos de declinación y catástrofe y de vagos
mensajes mesiánicos, cargados de ocultismo y gérmenes de discordia, debe
reforzarse, no como factores egoístas que tiendan a destacar disparidades sino
como elementos constructivos para un plan de coexistencia y armonía universal.
Condenamos por esto toda intervención en los asuntos hemisféricos de potencias
extrañas que traten de imponernos formas que no han surgido de nuestra propia
evolución política y social y que representarían pobreza de invención o
dependencia intelectual y política de extraños y lejanos tutores.
Reiteramos
lo que hemos dicho otra vez. Vivimos según el humanista europeo en tiempos
difíciles en que no se puede hablar ni callar sin peligro. América Latina vive
las circunstancias dramáticas del subdesarrollo económico. Los trabajadores de
América Latina moran en condiciones infrahumanas y reciben salarios seis veces
inferiores a los de los grandes países industrializados, La economía y el
bienestar de nuestros pueblos dependen del egoísmo y del monopolio de los
grandes consorcios y monopolios mundiales y deberían enfrentarse por una vasta
política de promoción y desarrollo y no resolverse con una simple mentalidad
bancaria. Hemos formulado reiteradamente nuestra demanda de ayuda financiera y
de asistencia técnica, de crédito y de libre comercio pero no de dádivas.
Debemos afrontar en esta Conferencia y en la próxima reunión de Bogotá, con
voluntad unánime y vigorosa, la lucha a fondo contra los males del
subdesarrollo que minan la solidaridad continental.
Pero
la base sustantiva de la democracia y de la solidaridad que defiende el sistema
Interamericano debe ser la libertad entendida como el respeto fundamental a la
personalidad y a la dignidad humana, a la tolerancia como suprema virtud
democrática, a la proscripción de toda estulticia o forma de persecución de las
ideas, ya que la democracia no puede defenderse sino con armas democráticas que
son las de la inteligencia y la razón.
Confiamos
en que la revolución cubana que ha proclamado principios que significan una
honda transformación económica, la mejora de los niveles de vida y una más
justa distribución de la riqueza, no se desvíe de su camino original y su
destino americano que comparte la mayoría de nuestros pueblos y gobiernos, y
los Estados Unidos, que han declarado su voluntad de servir a la paz y al
bienestar de los pueblos americanos, hallen una fórmula de entendimiento en que
se realice el más amplio ideal de vida de la humanidad, que es el vivir sin
temor y se haga prevalecer el espíritu de razón y de conciliación contra toda
forma de fanatismo, de miedo y de pasión. Confiemos, como en el Evangelio de
San Lucas, en que podamos andar juntos sin represión y que en ese alto plano de
amistad podamos convertir los corazones de los rebeldes a la prudencia de los
justos, para bien de América y de la Humanidad.
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