¿Antisemita yo?
El presidente de la Asociación Judía del Perú me llama antisemita. Lo hace en el periódico de los evasores de impuestos más impunes de la comunicación: la familia Agois.
Espero que los judíos del Perú no se sientan representados por la ordinariez de Herman Blanc. Espero que mis amigos y amigas de esa colonia no acepten a Blanc como portavoz. Se merecen otra cosa.
Todo empezó cuando el director de “La Razón”, el señor Uri Ben Schmuel, escribió el 3 de abril una columna en la que justificaba los crímenes del grupo Colina, santificaba los asesinatos selectivos (“no son violaciones a los derechos humanos”), minimizaba “los daños colaterales”, difamaba a las víctimas de La Cantuta y Barrios Altos acusándolas en bloque de senderistas –y bien sabía que una de esas víctimas era un niño de ocho años ba leado en la cabeza–, reclamaba la suciedad de todas las guerras (“la guerra demanda lo que sea necesario para ganarla”) y, por último, en el extremo de la náusea editorial, solicitaba que Martin Rivas fuese condecorado (“Si fuéramos un país agradecido, Santiago Martin Rivas (y, para el caso, también Fujimori) tendría que ser condecorado…”)
Sucede que el señor Uri Ben Schmuel es judío. Sucede que escribe para un diario que es propiedad de una familia judía (los Wolfenson, de tan dilatada labor junto a la banda de Montesinos y Olaya, estos dos últimos notorios gentiles). Y sucede que su argumentación sobre “los asesinatos selectivos” y “los daños colaterales” resulta calcada de los últimos gobiernos de Israel, que han hecho de la matanza teledirigida y a domicilio una de las bellas artes, de igual modo que Thomas de Quincey halló en el asesinato un sombrío magisterio cuyo epicentro era Londres.
Escribí, entonces, un artículo que volvería a escribir letra por letra. Se llamó “Judíos nazis”, no mencionaba ni aludía al tal Herman Blanc, y era una respuesta a la connotación sanguinaria del pronunciamiento de Uri Ben Schmuel. Y como este señor llamaba a Martin Rivas “un soldado que sirvió a la Patria” y demandaba una condecoración para tamaño criminal, me permití sugerir que esa medalla podía llamarse la Orden de Ariel Sharon en el grado de Sabra y Chatila.
¡Y cómo ha ardido en odio Herr Blanc! Es que para gente como él, Sabra y Chatila son dos nombres malditos: corresponden a los de dos aldeas libanesas de refugiados donde, el 16 de septiembre de 1982, los falangistas cristianos maronitas, con la complicidad del general Ariel Sharon, organizaron una matanza multitudinaria de familias palestinas. No menos de mil palestinos desarmados fueron asesinados ante la inacción premeditada de las tropas del Tsahal que habían ocupado la parte oeste de Beirut.
Claro que en Israel no todos son como este aspirante a censor que escribe en “Correo”: tras la masacre, hubo manifestaciones pacifistas en Tel Aviv, la Comisión Kahan aceptó la responsabilidad moral del ejército israelí y recomendó el cese de Sharon como ministro de Defensa, y el gobierno de Menahem Begin empezó a tamba learse hasta su caída definitiva al año siguiente (1983).
Para tener una idea de cuán irracional resulta que se me acuse de “antisemita” –viejo truco que ya no asusta a nadie– transcribiré el último párrafo de la columna que ha merecido la acidez grástica del señor Blanc:
“Y si el director de “La Razón” desprecia a quienes defienden la vigencia de los derechos humanos, esperamos que nunca necesite apelar a ellos para salvarse de una persecución genocida, como aquella de la que fue víctima su pueblo. Porque el señor director de “La Razón” es humano, aunque haga todo lo posible por disimularlo”. ¿Qué parte de este párrafo es el que no entendió, señor Blanc?
Y, claro, sostuve –y sostengo– que las opiniones del señor Uri Ben Schmuel podrían haber sido suscritas por Himmler, Göering y el mismísimo Hitler. ¿No decían también ellos que “la guerra todo lo justificaba”? ¿No hubiesen llamado ellos “derechohumanistas” –como llama burlonamente Uri Ben Schmuel a quienes se preocupan por la vigencia del Estado de Derecho– a quienes los acusaban de carniceros?
Es tan bruto este señor Blanc –una excepción dada la legendaria inteligencia de su pueblo– que afirma que Hamas “ejerce un cruel terrorismo de Estado...”y es tan mentiroso que me acusa de “minimizar la dimensión del Holocausto” cuando no hay en todo ese escrito una sola palabra que pueda citar para sustentar su dicho. Y las palabras que siguen a esa mentira no sé si atribuirlas a un reciente accidente cerebrovascular –en cuyo caso merecerá todas las indulgencias– o a una mala fe que linda con la felonía: “Otra muestra de sus prejuicios antisemitas es su minimización de la dimensión del Holocausto, al comparar a personas de religión judía que en su opinión cometieron arbitrariedades con los jerarcas nazis, que no sólo desarrollaron una criminal propaganda antisemita, sino que llevaron a la práctica el asesinato sistemático del pueblo judío por el único hecho de ser judíos”.
¿Alguien puede ayudarme a descifrar este galimatías, esta jerga oscura y vagamente lamentosa que pretende decir lo que sus frases no alcanzan a decir y lo que su puntuación convierte en mensaje idiotón de un cuaderno “Loro” doblado en los bordes?
Vamos, señor Blanc. Usted sabe que no soy antisemita. Y no puedo serlo porque la cultura no me es tan remota –como parece ser su caso– y porque he dedicado toda mi vida a luchar por los derechos democráticos y por los fueros de la libertad. Y el odio que usted finge creer que tengo no me haría libre. Me convertiría en lo que es usted: un esclavo de su nacionalismo rabioso.
El problema del pueblo judío es que mucha gente pueda creer, equivocadamente, que el Estado de Israel –usurpador de derechos, terrorista de tanto combatir el terror– lo representa. Y no es así. El Estado de Israel no representa las grandezas del pueblo judío. El problema no son los judíos –a pesar de que detrás de ese escudo tantas veces milenario se escondan sujetos como Blanc–. El problema es Israel y la política que ha obligado a avalar a la Casa Blanca.
El problema es un Estado que tiene el arma atómica sin reconocerlo, mata e invade cuando quiere, no reconoce ninguna frontera pero exige la santidad de la suya, desacata cincuenta resoluciones de la ONU, convierte a Hamas en partido heroico matando a sus líderes y allegados, desautoriza a la dialogante Autoridad Palestina con su política de represalias en masa en Gaza y la edificación de enclaves cisjordanos que hasta la señora Rice ha condenado y, en suma, se porta como un Estado que no admite otros derechos que no procedan de la fuerza.
El judío Einstein no avalaría lo que hace hoy Israel. El judío Chomsky no aprueba lo que hace hoy Israel. El judío Barenboim se pelea en público con autoridades israelíes por la política de Israel hacia los palestinos. Miles de judíos pacifistas, tan anónimos como valientes, expresan su repudio a lo que Israel perpetra en contra del pueblo con el que debía convivir.
Sí, claro, hubo y hay terrorismo árabe. Y eso es tan condenable como cualquier terrorismo. ¿Pero por qué no admitir, de una vez, que no habría habido ni OLP, ni FPLP, ni Yihad, ni Hamas si no hubiese ocurrido “la migración forzosa” de cientos de miles de palestinos en 1948? ¿Por qué no decir que no habría Hizbolá si Israel no hubiese intentado destruir el sur del Líbano en más de una ocasión? ¿Hasta cuándo Israel va a imponer sus puntos de vista a un mundo que aspira a que dos Estados –ambos de origen semítico, para tortura del señor Blanc– coexistan?
Hamas acaba de decir, a través de un vocero importante –Khaled Meshal, jefe de su buró político– que estaría dispuesto a aceptar un Estado palestino con las fronteras de 1967. Eso implica reconocer la existencia y el derecho a la paz de Israel. Lo que plantea Hamas como condición puede discutirse: que Jerusalén Este sea su capital y que se permita el retorno de los refugiados que quieran retornar.
¿Cuál es la respuesta de Israel?
Ayer mismo, cuando el señor Blanc publicaba su limítrofe texto, Israel ha bombardeado el campo de refugiados de Al Bureij matando a dieciocho palestinos, todos civiles. “Entre los fallecidos hay mujeres y niños”, reseñaba el diario “El País”. En un ataque a la casa de un dirigente de Hamas, y ante la respuesta de milicianos palestinos, han muerto, de otro lado, tres soldados de Israel. La respuesta de la fuerza aérea israelí ha sido inmediata: tres ataques consecutivos, cuatro militantes de Hamas y uno de la Yihad muertos. Más odio recíproco que vengar. No hay mejor manera de sabotear cualquier posibilidad de paz que arrasando con Gaza y atizando la hoguera.
¿Soy antisemita por escribir esto?
Por supuesto que no.
¿Es antisemita Jimmy Carter, que ayer mismo ha vuelto a sostener que la paz pasa por incluir a Hamas en las conversaciones y que por decir eso ha recibido un portazo en la cara de los gobernantes de Israel y ha sido despojado de la custodia oficial que le debía brindar el Shin Bet?
Por supuesto que no.
Cuando los verdaderos sucesores de Ben Gurion tomen el poder en Israel, la paz será posible. Mientras tanto, los Blanc intentarán callarnos con la más vieja e inútil de las extorsiones.
No, señor Blanc: a pesar de judíos como usted, no puedo ser antisemita. Fíjese que ni siquiera Baruch Ivcher me volvió antisemita. Fíjese que ni cuando Nicanor González me dijo que cancelaba mi programa “Testimonio” por la entrevista que le hice en Beirut a Yasser Arafat –y por la presión de gente parecida a usted, por supuesto– me tentó el antisemitismo.
Usted, en cambio, al no referirse para nada al artículo del director de “La Razón”, al eludir trabajosamente la cuestión de fondo, al pasar por alto lo escrito por su tácito alumno Uri Ben Schmuel, al hacerse el loco, en suma, ha demostrado una de estas dos cosas (elija por favor): o un fujimorismo que pasa por el montesinismo y llega al martinrrivismo, o una trémula incapacidad para condenar a quienes ensuciaron mi país.
“César Hildebrandt es antisemita. Triste y vergonzoso”, escribe Blanc.
Blanc es un calumniador fracasado y un descrédito para los más de cinco mil años de cultura judía, digo yo. Que para la próxima le pase el texto a una persona inteligente en el idioma castellano, añado, con todo respeto. Shalom aleichem.
El presidente de la Asociación Judía del Perú me llama antisemita. Lo hace en el periódico de los evasores de impuestos más impunes de la comunicación: la familia Agois.
Espero que los judíos del Perú no se sientan representados por la ordinariez de Herman Blanc. Espero que mis amigos y amigas de esa colonia no acepten a Blanc como portavoz. Se merecen otra cosa.
Todo empezó cuando el director de “La Razón”, el señor Uri Ben Schmuel, escribió el 3 de abril una columna en la que justificaba los crímenes del grupo Colina, santificaba los asesinatos selectivos (“no son violaciones a los derechos humanos”), minimizaba “los daños colaterales”, difamaba a las víctimas de La Cantuta y Barrios Altos acusándolas en bloque de senderistas –y bien sabía que una de esas víctimas era un niño de ocho años ba leado en la cabeza–, reclamaba la suciedad de todas las guerras (“la guerra demanda lo que sea necesario para ganarla”) y, por último, en el extremo de la náusea editorial, solicitaba que Martin Rivas fuese condecorado (“Si fuéramos un país agradecido, Santiago Martin Rivas (y, para el caso, también Fujimori) tendría que ser condecorado…”)
Sucede que el señor Uri Ben Schmuel es judío. Sucede que escribe para un diario que es propiedad de una familia judía (los Wolfenson, de tan dilatada labor junto a la banda de Montesinos y Olaya, estos dos últimos notorios gentiles). Y sucede que su argumentación sobre “los asesinatos selectivos” y “los daños colaterales” resulta calcada de los últimos gobiernos de Israel, que han hecho de la matanza teledirigida y a domicilio una de las bellas artes, de igual modo que Thomas de Quincey halló en el asesinato un sombrío magisterio cuyo epicentro era Londres.
Escribí, entonces, un artículo que volvería a escribir letra por letra. Se llamó “Judíos nazis”, no mencionaba ni aludía al tal Herman Blanc, y era una respuesta a la connotación sanguinaria del pronunciamiento de Uri Ben Schmuel. Y como este señor llamaba a Martin Rivas “un soldado que sirvió a la Patria” y demandaba una condecoración para tamaño criminal, me permití sugerir que esa medalla podía llamarse la Orden de Ariel Sharon en el grado de Sabra y Chatila.
¡Y cómo ha ardido en odio Herr Blanc! Es que para gente como él, Sabra y Chatila son dos nombres malditos: corresponden a los de dos aldeas libanesas de refugiados donde, el 16 de septiembre de 1982, los falangistas cristianos maronitas, con la complicidad del general Ariel Sharon, organizaron una matanza multitudinaria de familias palestinas. No menos de mil palestinos desarmados fueron asesinados ante la inacción premeditada de las tropas del Tsahal que habían ocupado la parte oeste de Beirut.
Claro que en Israel no todos son como este aspirante a censor que escribe en “Correo”: tras la masacre, hubo manifestaciones pacifistas en Tel Aviv, la Comisión Kahan aceptó la responsabilidad moral del ejército israelí y recomendó el cese de Sharon como ministro de Defensa, y el gobierno de Menahem Begin empezó a tamba learse hasta su caída definitiva al año siguiente (1983).
Para tener una idea de cuán irracional resulta que se me acuse de “antisemita” –viejo truco que ya no asusta a nadie– transcribiré el último párrafo de la columna que ha merecido la acidez grástica del señor Blanc:
“Y si el director de “La Razón” desprecia a quienes defienden la vigencia de los derechos humanos, esperamos que nunca necesite apelar a ellos para salvarse de una persecución genocida, como aquella de la que fue víctima su pueblo. Porque el señor director de “La Razón” es humano, aunque haga todo lo posible por disimularlo”. ¿Qué parte de este párrafo es el que no entendió, señor Blanc?
Y, claro, sostuve –y sostengo– que las opiniones del señor Uri Ben Schmuel podrían haber sido suscritas por Himmler, Göering y el mismísimo Hitler. ¿No decían también ellos que “la guerra todo lo justificaba”? ¿No hubiesen llamado ellos “derechohumanistas” –como llama burlonamente Uri Ben Schmuel a quienes se preocupan por la vigencia del Estado de Derecho– a quienes los acusaban de carniceros?
Es tan bruto este señor Blanc –una excepción dada la legendaria inteligencia de su pueblo– que afirma que Hamas “ejerce un cruel terrorismo de Estado...”y es tan mentiroso que me acusa de “minimizar la dimensión del Holocausto” cuando no hay en todo ese escrito una sola palabra que pueda citar para sustentar su dicho. Y las palabras que siguen a esa mentira no sé si atribuirlas a un reciente accidente cerebrovascular –en cuyo caso merecerá todas las indulgencias– o a una mala fe que linda con la felonía: “Otra muestra de sus prejuicios antisemitas es su minimización de la dimensión del Holocausto, al comparar a personas de religión judía que en su opinión cometieron arbitrariedades con los jerarcas nazis, que no sólo desarrollaron una criminal propaganda antisemita, sino que llevaron a la práctica el asesinato sistemático del pueblo judío por el único hecho de ser judíos”.
¿Alguien puede ayudarme a descifrar este galimatías, esta jerga oscura y vagamente lamentosa que pretende decir lo que sus frases no alcanzan a decir y lo que su puntuación convierte en mensaje idiotón de un cuaderno “Loro” doblado en los bordes?
Vamos, señor Blanc. Usted sabe que no soy antisemita. Y no puedo serlo porque la cultura no me es tan remota –como parece ser su caso– y porque he dedicado toda mi vida a luchar por los derechos democráticos y por los fueros de la libertad. Y el odio que usted finge creer que tengo no me haría libre. Me convertiría en lo que es usted: un esclavo de su nacionalismo rabioso.
El problema del pueblo judío es que mucha gente pueda creer, equivocadamente, que el Estado de Israel –usurpador de derechos, terrorista de tanto combatir el terror– lo representa. Y no es así. El Estado de Israel no representa las grandezas del pueblo judío. El problema no son los judíos –a pesar de que detrás de ese escudo tantas veces milenario se escondan sujetos como Blanc–. El problema es Israel y la política que ha obligado a avalar a la Casa Blanca.
El problema es un Estado que tiene el arma atómica sin reconocerlo, mata e invade cuando quiere, no reconoce ninguna frontera pero exige la santidad de la suya, desacata cincuenta resoluciones de la ONU, convierte a Hamas en partido heroico matando a sus líderes y allegados, desautoriza a la dialogante Autoridad Palestina con su política de represalias en masa en Gaza y la edificación de enclaves cisjordanos que hasta la señora Rice ha condenado y, en suma, se porta como un Estado que no admite otros derechos que no procedan de la fuerza.
El judío Einstein no avalaría lo que hace hoy Israel. El judío Chomsky no aprueba lo que hace hoy Israel. El judío Barenboim se pelea en público con autoridades israelíes por la política de Israel hacia los palestinos. Miles de judíos pacifistas, tan anónimos como valientes, expresan su repudio a lo que Israel perpetra en contra del pueblo con el que debía convivir.
Sí, claro, hubo y hay terrorismo árabe. Y eso es tan condenable como cualquier terrorismo. ¿Pero por qué no admitir, de una vez, que no habría habido ni OLP, ni FPLP, ni Yihad, ni Hamas si no hubiese ocurrido “la migración forzosa” de cientos de miles de palestinos en 1948? ¿Por qué no decir que no habría Hizbolá si Israel no hubiese intentado destruir el sur del Líbano en más de una ocasión? ¿Hasta cuándo Israel va a imponer sus puntos de vista a un mundo que aspira a que dos Estados –ambos de origen semítico, para tortura del señor Blanc– coexistan?
Hamas acaba de decir, a través de un vocero importante –Khaled Meshal, jefe de su buró político– que estaría dispuesto a aceptar un Estado palestino con las fronteras de 1967. Eso implica reconocer la existencia y el derecho a la paz de Israel. Lo que plantea Hamas como condición puede discutirse: que Jerusalén Este sea su capital y que se permita el retorno de los refugiados que quieran retornar.
¿Cuál es la respuesta de Israel?
Ayer mismo, cuando el señor Blanc publicaba su limítrofe texto, Israel ha bombardeado el campo de refugiados de Al Bureij matando a dieciocho palestinos, todos civiles. “Entre los fallecidos hay mujeres y niños”, reseñaba el diario “El País”. En un ataque a la casa de un dirigente de Hamas, y ante la respuesta de milicianos palestinos, han muerto, de otro lado, tres soldados de Israel. La respuesta de la fuerza aérea israelí ha sido inmediata: tres ataques consecutivos, cuatro militantes de Hamas y uno de la Yihad muertos. Más odio recíproco que vengar. No hay mejor manera de sabotear cualquier posibilidad de paz que arrasando con Gaza y atizando la hoguera.
¿Soy antisemita por escribir esto?
Por supuesto que no.
¿Es antisemita Jimmy Carter, que ayer mismo ha vuelto a sostener que la paz pasa por incluir a Hamas en las conversaciones y que por decir eso ha recibido un portazo en la cara de los gobernantes de Israel y ha sido despojado de la custodia oficial que le debía brindar el Shin Bet?
Por supuesto que no.
Cuando los verdaderos sucesores de Ben Gurion tomen el poder en Israel, la paz será posible. Mientras tanto, los Blanc intentarán callarnos con la más vieja e inútil de las extorsiones.
No, señor Blanc: a pesar de judíos como usted, no puedo ser antisemita. Fíjese que ni siquiera Baruch Ivcher me volvió antisemita. Fíjese que ni cuando Nicanor González me dijo que cancelaba mi programa “Testimonio” por la entrevista que le hice en Beirut a Yasser Arafat –y por la presión de gente parecida a usted, por supuesto– me tentó el antisemitismo.
Usted, en cambio, al no referirse para nada al artículo del director de “La Razón”, al eludir trabajosamente la cuestión de fondo, al pasar por alto lo escrito por su tácito alumno Uri Ben Schmuel, al hacerse el loco, en suma, ha demostrado una de estas dos cosas (elija por favor): o un fujimorismo que pasa por el montesinismo y llega al martinrrivismo, o una trémula incapacidad para condenar a quienes ensuciaron mi país.
“César Hildebrandt es antisemita. Triste y vergonzoso”, escribe Blanc.
Blanc es un calumniador fracasado y un descrédito para los más de cinco mil años de cultura judía, digo yo. Que para la próxima le pase el texto a una persona inteligente en el idioma castellano, añado, con todo respeto. Shalom aleichem.
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