AYUDA ENCUBIERTA CONTRA LA PATRIA |
Semanario “Hildebrandt en sus trece”
Es grave lo que la embajadora de los Estados Unidos en Lima le dijo el miércoles pasado a Ollanta Humala. Y lo es porque, entre otras cosas, prueba la dependencia que algunos políticos tienen respecto del poder norteamericano. No es que admiren a Faulkner o a Roosevelt: se inclinan ante Wall Street. No aman lo mejor de los Estados Unidos, que son sus disidentes, sus científicos, sus plásticos, sus cineastas, sus escritores o sus astrónomos: lo que los subyuga es el imperio, la bota en el desierto, las lluvias de ruina de sus aviones invencibles.
La cosa fue así: Wikileaks ha revelado que, entre octubre y noviembre del 2005, un alto funcionario del ministerio del Interior del gobierno de Alejandro Toledo se acercó a la embajada de los Estados Unidos en el Perú y pidió no se sabe si al embajador o al interlocutor que aquel habría designado que Estados Unidos contribuyese a impedir que Ollanta Humala llegase a la Presidencia de la República.
Esa contribución consistía en participar, con todo el peso geopolítico y diplomático que fuera necesario, en la creación de un clima internacional hostil a Humala. Se trataba, en suma, de crear y/o rebotar noticias, de amplificar rumores y de magnificar cualquier indicio que permitiese hacerle creer a la gente que Hugo Chávez estaba en el escenario, que Humala no era sino su marioneta y que un triunfo suyo sólo podía equivaler al apocalipsis.
Eso quiere decir, en cristiano, que el representante de Toledo que habló en la embajada (¿Rómulo Pizarro no nos tiene nada que contar?) no estaba pidiendo otra cosa que la injerencia de la CIA en la elección presidencial del Perú. Porque sólo la CIA hace las cosas sucias que el emisario de Toledo solicitaba.
Embajadora de EE.UU. — Rose Likins
La simpática y mal hablada embajadora actual de los Estados Unidos ha señalado que “en ningún momento dije que el presidente Alejandro Toledo nos había solicitado algo”. Claro, no miente. No fue Toledo. Fue su enviado: nada menos que “un alto funcionario del ministerio del Interior del Perú” (según consta literalmente en el cable enviado desde Lima al Departamento de Estado).
Recordemos: en octubre - noviembre del 2005 Humala aparecía como alguien que amenazaba el statu quo y su influencia en el interior del país, y en las zonas pobres de Lima, hacía que muchos temieran que su crecimiento fuese, en los próximos meses, exponencial.
Lourdes Flores, la derrotada crónica, se le enfrentaba. Estaba primera, pero detenida en un 25% de intención de vota. Y Alan García, que todavía tenía la carca de los podridos 80, había sido alcanzado en puntaje por el creciente Humala (13% para ambos en noviembre del 2005, según la siempre conservadora Universidad de Lima).
Encuestas masivas hechas por el servicio de inteligencia de la marina –y no reveladas al público– demostraban que la resistencia hacia García era enorme y que eso sería un lastre fatal durante la evolución de la contienda. Y señalaban también que la candidatura de Lourdes Flores podía aspirar, en el mejor de los casos, a un 30% de votos válidos.
Esos temores empezaron a cobrar vida muy pronto: en apenas un mes, Humala pasó del 13 al 23 por ciento de intención de voto mientras a que Lourdes Flores aterrizaba en un 28 porciento y Alan García, al igual que Paniagua, descendían algunas décimas.
La situación era, pues, de catástrofe para aquellos que pensaban –y piensan– que sólo PPK y sus iguales pueden gobernar el país. Entre esos muchos asustados estaban los integrantes de la puerca Cofradía, un lobby de periodistas reunidos para servir a los poderes fácticos que los requiriesen.
Entre esas víctimas del pánico estaba, en primer lugar, El Comercio, que encabezó, con la ferocidad de sus mejores tiempos sanchescerristas, la campaña contra Humala. Y esa quizá sea la razón por la cual El Comercio, que sí destaca la reunión de una emisaria de Chávez con Humala en el 2008, dice ahora que “sólo tiene documentos de Wikileaks con fecha del 2006 para adelante”. ¡Qué descaro! ¡Qué vieja náusea!
Sigamos recordando: fue en aquella época en que el doctor Toledo, desde la presidencia de la república, pidió al pueblo “no dar un salto al vacío”, entrometiéndose groseramente en la campaña electoral.
Recordemos un poco más: fue por esa época en plena batalla electoral que El Comercio y la banda de Glen Miller asistida probablemente desde la embajada de los Estados Unidos trajinó la falsa noticia de que estaban entrando por la frontera boliviano-peruana 60,000 fusiles que estarían destinados a “las guerrillas auspiciadas por el Alba”. Fue el momento en que Cecilia Valenzuela, convertida en la Rosita Ríos de los potajes reaccionarios, veía chavistas guerrilleros y terroristas internacionales hasta en la sopa. La consigna era clara: sólo una campaña de terror podía hacer que García, en la segunda vuelta, regresase a la presidencia que había deshonrado. De allí a pensar que Toledo y García fueron socios episódicos en la obtención de información clave para la campaña hay sólo un pasito.
No hay dudas de que el señor Chávez quería que Humala ganara y que esperaba que el Perú fuese servicial con su proyecto de quiebras, expropiaciones y brutal arbitrariedad. Y no hay dudas de que Humala no hizo, a tiempo, el deslinde que cualquier consejero lúcido habría tenido que gritarle: separarse de ese militar venezolano que se creía Bolívar pero que, a veces, actuaba como Juan Vicente Gómez.
Pero eso era un asunto que teníamos que enfrentar los peruanos.
Acudir a la embajada de los Estados Unidos era repetir lo que hizo el fascismo chileno en la época de Allende: solicitar asesorías para el crimen, plata para los sabotajes huelguísticos, pólvora para las bombas, armas para matar al general René Schneider, asesinado, en octubre de 1970, siguiendo un plan de la CIA cuyo objetivo era impedir que la Unidad Popular asumiera el poder ganado en elecciones y confirmado en el Congreso.
El señor Toledo debería darnos algunas explicaciones. Pero sobre todo debería, a solas, arrepentirse. Ser furgón de cola ya es penoso. Ponerse el overol del carbonero y/o los almidones del mayordomo es demasiado para un mandatario. Hasta para uno tercermundista.
César Hildebrandt
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