No se trata de una cuestión ideológica relacionada con la esperanza irremediable de que un mundo mejor es y debe ser posible.
Es conocido que el homo sapiens existe desde hace aproximadamente 200 mil años, lo que equivale a un minúsculo espacio del tiempo transcurrido desde que surgieron las primeras formas de vida elementales en nuestro planeta hace alrededor de tres mil millones de años.
Las respuestas ante los insondables misterios de la vida y la naturaleza han sido fundamentalmente de carácter religioso. Carecería de sentido pretender que fuese de otra forma, y tengo la convicción de que nunca dejará de ser así. Mientras más profundiza la ciencia en la explicación del universo, el espacio, el tiempo, la materia y la energía, las infinitas galaxias y las teorías sobre el origen de las constelaciones y estrellas, los átomos y fracciones de los mismos que dieron origen a la vida y la brevedad de la misma, y los millones y millones de combinaciones por segundo que rigen su existencia, más preguntas se hará el hombre en busca de explicaciones que serán cada vez más complejas y difíciles.
Mientras más se enfrascan los seres humanos en buscar respuestas a tan profundas y complejas tareas que se relacionan con la inteligencia, más valdrán la pena los esfuerzos por sacarlos de su colosal ignorancia sobre las posibilidades reales de lo que nuestra especie inteligente ha creado y es capaz de crear. Vivir e ignorarlo es la negación total de nuestra condición humana.
Algo, sin embargo, es absolutamente cierto, muy pocos se imaginan cuán cerca puede estar la desaparición de nuestra especie. Hace casi 20 años, en una Cumbre Mundial sobre el Medio Ambiente en Río de Janeiro, abordé ese peligro ante un público selecto de Jefes de Estado y de Gobierno que escuchó con respeto e interés, aunque nada preocupado por el riesgo que veía a distancia de siglos, tal vez milenios. Para ellos, con seguridad, la tecnología y la ciencia, más un sentido elemental de responsabilidad política, serían capaces de enfrentarlo. Con una gran foto de personajes importantes, los más poderosos e influyentes entre ellos, concluyó feliz aquella importante Cumbre. No había peligro alguno.
Del cambio climático apenas se hablaba. George Bush, padre, y otros relumbrantes líderes de la Alianza Atlántica, disfrutaban la victoria sobre el campo socialista europeo. La Unión Soviética fue desintegrada y arruinada. Un inmenso caudal del dinero ruso pasó a los bancos occidentales, su economía se desintegró, y su escudo defensivo frente a las bases militares de la OTAN, había sido desmantelado.
A la antigua superpotencia que aportó la vida de más de 25 millones de sus hijos en la segunda guerra mundial, le quedó solo la capacidad de respuesta estratégica del poder nuclear, que se había visto obligada a crear después que Estados Unidos desarrolló en secreto el arma atómica lanzada sobre dos ciudades japonesas, cuando el adversario vencido por el avance incontenible de las fuerzas aliadas no estaba ya en condiciones de combatir.
Se inició así la Guerra Fría y la fabricación de miles de armas termonucleares, cada vez más destructivas y precisas, capaces de aniquilar varias veces la población del planeta. El enfrentamiento nuclear sin embargo continuó, las armas se hicieron cada vez más precisas y destructivas. Rusia no se resigna al mundo unipolar que pretende imponer Washington. Otras naciones como China, India y Brasil emergen con inusitada fuerza económica.
Por primera vez, la especie humana, en un mundo globalizado y repleto de contradicciones, ha creado la capacidad de destruirse a sí misma. A ello se añaden armas de crueldad sin precedentes, como las bacteriológicas y químicas, las de napalm y fósforo vivo, que son usadas contra la población civil y disfrutan de total impunidad, las electromagnéticas y otras formas de exterminio. Ningún rincón en las profundidades de la tierra o de los mares quedaría fuera del alcance de los actuales medios de guerra.
Se conoce que por estas vías han sido creados decenas de miles de artefactos nucleares, incluso de carácter portátil.
El mayor peligro deriva de la decisión de líderes con tales facultades en la toma de decisión, que el error y la locura, tan frecuentes en la naturaleza humana, pueden conducir a increíbles catástrofes.
Han transcurrido casi 65 años desde que estallaron los dos primeros artefactos nucleares, por la decisión de un sujeto mediocre que tras la muerte de Roosevelt quedó al mando de la poderosa y rica potencia norteamericana. Hoy son ocho los países que, en su mayoría por el apoyo de Estados Unidos, disponen de esas armas, y varios más disfrutan de la tecnología y los recursos para fabricarlas en un mínimo de tiempo. Grupos terroristas, enajenados por el odio, podrían ser capaces de acudir a ellas, del mismo modo que gobiernos terroristas e irresponsables no vacilarían en usarlas dada su conducta genocida e incontrolable.
La industria militar es la más próspera de todas y Estados Unidos el mayor exportador de armas.
Si de todos los riesgos mencionados se libera nuestra especie, existe uno todavía mayor, o al menos más ineludible: el cambio climático.
La humanidad cuenta hoy con siete mil millones de habitantes, y pronto, en un plazo de 40 años, alcanzará nueve mil millones, una cifra nueve veces mayor que hace apenas 200 años. En tiempos de la antigua Grecia, me atrevo a suponer que éramos alrededor de 40 veces menos en todo el planeta.
Lo asombroso de nuestra época es la contradicción entre la ideología burguesa imperialista y la supervivencia de la especie. No se trata ya de que exista la justicia entre los seres humanos, hoy más que posible e irrenunciable; sino del derecho y las posibilidades de supervivencia de los mismos.
Cuando el horizonte de los conocimientos se amplía hasta límites jamás concebidos, más se acerca el abismo adonde la humanidad es conducida. Todos los sufrimientos conocidos hasta hoy son apenas sombra de lo que la humanidad pueda tener por delante.
Tres hechos ocurrieron en solo 71 días, que la humanidad no puede pasar por alto.
El 18 de diciembre de 2009, la comunidad internacional sufrió el mayor descalabro de la historia, en su intento de buscar solución al más grave problema que amenaza el mundo en este instante: la necesidad de poner fin con toda urgencia a los gases de efecto invernadero que están provocando el más grave problema enfrentado hasta hoy por la humanidad. Todas las esperanzas habían sido puestas en la Cumbre de Copenhague después de años de preparación con posterioridad al Protocolo de Kyoto, que el Gobierno de Estados Unidos -el más grande contaminador del mundo- se había dado el lujo de ignorar. El resto de la comunidad mundial, 192 países, esta vez incluyendo a Estados Unidos, se habían comprometido a promover un nuevo acuerdo. Fue tan vergonzoso el intento norteamericano de imponer sus intereses hegemónicos que, violando elementales principios democráticos, intentó establecer condiciones inaceptables para el resto del mundo de forma antidemocrática, en virtud de compromisos bilaterales con un grupo de los países más influyentes de las Naciones Unidas.
A los Estados que integran la organización internacional se les invitó a firmar un documento que constituye una burla, en el que se habla de aportes futuros meramente teóricos para frenar el cambio climático.
No habían transcurrido todavía tres semanas cuando, al atardecer del 12 de enero, Haití, el país más pobre del hemisferio y el primero en poner fin al odioso sistema de la esclavitud, sufrió la mayor catástrofe natural en la historia conocida de esta parte del mundo: un terremoto de 7,3 grados en la escala Richter, a solo 10 kilómetros de profundidad y a muy corta distancia de la orilla de sus costas, golpeó la capital del país, en cuyas débiles casas de barro vivían la inmensa mayoría de las personas que resultaron muertas o desaparecidas. Un país montañoso y erosionado de 27 mil kilómetros cuadrados, donde la leña constituye prácticamente la única fuente de combustible doméstica para nueve millones de personas.
Si en algún lugar del planeta una catástrofe natural ha constituido una inmensa tragedia era Haití, símbolo de pobreza y subdesarrollo, donde viven los descendientes trasladados de África por los colonialistas para trabajar como esclavos de los amos blancos.
El hecho conmocionó al mundo en todos los rincones del planeta, estremecido por las imágenes fílmicas divulgadas que rayaban en lo increíble. Los heridos, sangrantes y graves, se movían entre los cadáveres clamando por auxilio. Bajo los escombros yacían los cuerpos de sus seres queridos sin vida. El número de víctimas mortales, según cálculos oficiales, superó las 200 mil personas.
El país ya estaba intervenido por fuerzas de la MINUSTAH, que las Naciones Unidas enviaron para restablecer el orden subvertido por fuerzas mercenarias haitianas que, instigadas por el Gobierno de Bush, se lanzaron contra el Gobierno elegido por el pueblo haitiano. Algunos edificios donde moraban soldados y jefes de las fuerzas de paz también se desplomaron, causando dolorosas víctimas.
Los partes oficiales estiman que, aparte de los muertos, alrededor de 400 mil haitianos fueron heridos y varios millones, casi la mitad de la población total, sufrieron afectaciones. Era una verdadera prueba para la comunidad mundial, que después de la bochornosa Cumbre de Dinamarca estaba en el deber de mostrar que los países desarrollados y ricos serían capaces de enfrentar las amenazas del cambio climático a la vida en nuestro planeta. Haití debe constituir un ejemplo de lo que los países ricos deben hacer por las naciones del Tercer Mundo ante el cambio climático.
Se puede creer o no, desafiando los datos, a mi juicio irrebatibles, de los más serios científicos del planeta y la inmensa mayoría de las personas más instruidas y serias del mundo, quienes piensan que al ritmo actual de calentamiento, los gases de efecto invernadero elevarán la temperatura no sólo 1,5 grados, sino hasta 5 grados, y que ya la temperatura media es la más alta en los últimos 600 mil años, mucho antes de que los seres humanos existieran como especie en el planeta.
Es absolutamente impensable que nueve mil millones de seres humanos que habitarán el mundo en el 2050 puedan sobrevivir a semejante catástrofe. Queda la esperanza de que la propia ciencia encuentre solución al problema de la energía que hoy obliga a consumir en 100 años más el resto del combustible gaseoso, líquido y sólido que la naturaleza tardó 400 millones de años en crear. La ciencia tal vez puede encontrar solución a la energía necesaria. La cuestión sería saber cuánto tiempo y a qué costo los seres humanos podrán enfrentar el problema, que no es el único, ya que otros muchos minerales no renovables y graves problemas requieren solución. De una cosa podemos estar seguros, a partir de todos los conceptos hoy conocidos: la estrella más próxima está a cuatro años luz de nuestro Sol, a una velocidad de 300 mil kilómetros por segundo. Una nave espacial tal vez recorra esa distancia en miles de años. El ser humano no tiene otra alternativa que vivir en este planeta.
Parecería innecesario abordar el tema si a solo 54 días del terremoto de Haití, otro increíble sismo de 8,8 grados de la escala Richter, cuyo epicentro estaba a 150 kilómetros de distancia y 47,4 de profundidad al noroeste de la ciudad de Concepción, no ocasionara otra catástrofe humana en Chile. No fue el mayor de la historia en ese hermano país, se dice que otro alcanzó 9 grados, pero esta vez no fue solo un fenómeno de efecto sísmico; mientras en Haití durante horas se esperó un maremoto que no se produjo, en Chile el terremoto fue seguido por un enorme tsunami, que apareció en sus costas entre casi 30 minutos y una hora después, según la distancia y datos que todavía no se conocen con toda precisión y cuyas olas llegaron hasta Japón. De no ser por la experiencia chilena frente a los terremotos, sus construcciones más sólidas y sus mayores recursos, el fenómeno natural habría costado la vida a decenas de miles o tal vez cientos de miles de personas. No por ello dejó de ocasionar alrededor de mil víctimas mortales, según datos oficiales divulgados, miles de heridos y tal vez más de dos millones de personas sufrieron daños materiales. Casi la totalidad de su población de 17 millones 94 mil 275 habitantes, sufrió terriblemente y aún padece las consecuencias del sismo que duró más de dos minutos, sus reiteradas réplicas, y las terribles escenas y sufrimientos que dejó el tsunami a lo largo de sus miles de kilómetros de costa. Nuestra Patria se solidariza plenamente y apoya moralmente el esfuerzo material que la comunidad internacional está en el deber de ofrecerle a Chile. Si algo estuviera en nuestras manos, desde el punto de vista humano, por el hermano pueblo chileno, el pueblo de Cuba no vacilaría en hacerlo.
Pienso que la comunidad internacional está en el deber de informar con objetividad la tragedia sufrida por ambos pueblos. Sería cruel, injusto e irresponsable dejar de educar a los pueblos del mundo sobre los peligros que nos amenazan.
¡Que la verdad prevalezca por encima de la mezquindad y las mentiras con que el imperialismo engaña y confunde a los pueblos!
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