Países como México, Honduras, Bolivia, Venezuela, Perú y Colombia—sobre todo durante el gobierno de Gustavo Petro— muestran patrones inquietantes donde el narco no solo financia campañas políticas, sino que se infiltra en las estructuras del poder, perpetuando la violencia y la corrupción.
En México, la política de “abrazos, no balazos” de Andrés Manuel López Obrador fue tolerante con los cárteles, mientras la violencia escaló y el narco permea gobiernos locales. Sheinbaum es más de lo mismo.
En Honduras, el expresidente Juan Orlando Hernández ejemplifica cómo el narco puede corromper incluso a líderes pragmáticos, pero el giro hacia Xiomara Castro ha demostrado la incrustación de esas redes.
La Bolivia de Evo Morales, fue señalada como un narcoestado, con el exmandatario vinculado a las federaciones cocaleras y una economía dependiente del narcotráfico, y su “zar” antidrogas extraditado a EE. UU. por su vinculación directa con el narco.
En Venezuela desde la época de Hugo Chávez y ahora con Nicolás Maduro, están seriamente comprometidos en este ilícito negocio.
Venezuela es un eje clave del narcotráfico global: Más de USD 8.200 millones fue el ingreso bruto por drogas en 2024.
Allí operan legitimado por el régimen venezolano “El CARTEL DE LOS SOLES”, militares en actividad y clandestinamente unidos con las guerrillas del Ejército de Liberación Nacional (FLN) en enlace con Las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), encargadas de proteger y elaborar el polvo blanco.
Desde los años ochenta el Perú es una pieza clave en el escenario internacional del tráfico de drogas. Segundo productor de cocaína del mundo y uno de los países donde se cultiva el principal insumo, la hoja de coca.
El puerto de El Callao, siendo uno de los principales puertos de América Latina por su volumen, se presume que es desde donde salen importantes cargas de esa droga.
La interceptación de las comunicaciones en 2018 para investigar el crimen organizado violento que se desarrollaba en esa Provincia desveló una red de jueces, fiscales, congresistas, empresarios, que colaboraban con los narcotraficantes favoreciéndoles con la impunidad.
No es el primer intento de captura del Estado peruano por el narcotráfico.
En la década de los noventa, el gobierno de Fujimori-Montesinos, utilizó el dinero del narcotráfico –entre otros- para sobornar a las más altas autoridades del país: jefes militares, Corte Suprema, Fiscal de la Nación, medios de comunicación, empresarios, todos afines al gobierno.
Los “narcoindultos” del segundo gobierno de Alan García son otro síntoma de la gravedad de la colaboración de autoridades de las más altas esferas del Estado con los poderosos narcotraficantes.
Se pone en evidencia la “doble moral” de la Política Criminal peruana contra el tráfico internacional de drogas, fuerte para los débiles y débil para los fuertes: penas altas para los pequeños traficantes e impunidad para los que se encuentran en el vértice de las organizaciones criminales.
Además, resulta preocupante la enorme capacidad corruptora del dinero proveniente del narcotráfico (blanqueo de dinero) para capturar miembros de los poderes del Estado: Ejecutivo, Legislativo y Judicial.
El caso “cuellos blanco del puerto” es una muestra empírica de la intersección de la corrupción judicial –y sus adláteres- dentro del Estado peruano y las organizaciones del crimen organizado.
Para conjurar estas alianzas, es preciso poner el acento en la punición de los delincuentes de cuello blanco del narcotráfico y sus colaboradores: abogados, jueces, fiscales, etc., que utilizan su profesión como tapadera para enriquecerse personalmente, en desmedro del bien común.
En Colombia, Gustavo Petro enfrenta serias acusaciones de haber recibido fondos narcos en su campaña, mientras su hijo Nicolás confesó nexos con estas redes.
Más claro, no canta un gallo.
Y en Guatemala, esta dinámica se agrava con el aumento de la narco violencia y la cooptación de instituciones locales, como alcaldías, diputaciones y de los Consejos de Desarrollo, estructuras que se han convertido en mecanismos para blanquear dinero ilícito.
El país vive una crisis [no tan] silenciosa y devastadora.
La izquierda latinoamericana, con su discurso de justicia social, parece haber encontrado en el narco un aliado financiero conveniente, pero a un costo insostenible: la erosión del Estado de derecho y el aumento de la violencia.
La crítica no radica en su ideología, sino en su incapacidad para romper esta relación tóxica.
Es hora de exigir transparencia y voluntad política para desmantelar esta alianza letal.
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