Claudia Cisneros Méndez
Por años he pensado que la religión es capaz de cumplir con una función social de consuelo, de referente moral, de sentido de comunidad, de pertenencia para mucha gente que necesita de todo ello y que sin ese respaldo se sentiría desubicada, desarraigada, sola. La religión les procura un alivio a la incertidumbre de lo que viene después de la existencia. Les evita enfrentarse al horror del vacío que implica la muerte, y al sinsentido que parece erigirse de la vida a partir de ese final sin respuestas.
Durante mucho tiempo le he dado a la religión ese beneficio de la duda, no para mí sino para otros. Pensando que hay un desasosiego existencial que nuestra propia existencia nos plantea y que en la religión muchos encuentran un punto de apoyo, un salvavidas casi literalmente; un sistema que les da una esperanza de no muerte, de no final; una organización que les señala un derrotero que les facilita la distinción entre el bien y el mal (para quien no puede pensar lo ético por sí mismo); una comunidad que les alcanza un manual de forma de vida.
Acontecimientos recientes –como el repudio con odio explícito e implícito a un grupo de personas y a reconocer los derechos de estos seres humanos que se aman de forma distinta a la tradicionalmente pública, pero igual a la que amamos todos de manera adulta y consensuada– me ha cambiado esta mirada que tenía de la religión.
Me resulta lacerante comprobar lo que la religión puede hacer en las mentes de los seres humanos. Las mutila despiadadamente. Les extirpa el pensamiento crítico. Les quita lo más preciado que tiene el ser humano que es su libertad. Libertad de pensamiento propio. Y esto tiene una serie de consecuencias muy dañinas para una sociedad. Más si hablamos de la parte de la sociedad supuestamente más ilustrada o con acceso a educación. Porque entonces no hay excusa para que estas personas continúen delegando la responsabilidad y compromiso de pensar y sus consecuencias, en otros: una iglesia, un libro, un líder, en una voz que no es la propia.
Pensar por uno mismo es más difícil, es a veces hasta doloroso. Sobre todo cuando hay que desprenderse de todo aquello ajeno que la escuela, los padres o la cultura imperante han inoculado en nuestras mentes con las mejores intenciones pero con las peores consecuencias. Hacerse libre de todo aquello que uno no ha pensado por sí mismo; extirpar las muletillas de creencias que fueron pensadas por otros y que nos hacen minusválidos mentales, personas recortadas, recitadores de citas (Cavell); debería ser la primera tarea de cualquiera que se precie de ser íntegro y libertario.
Pensar por uno mismo todas y cada una de las cosas importantes en nuestras vidas, requiere invertir en tiempo, en solitud, en disquisiciones, contradicciones que superar, o no, simplemente aceptarlas, aceptar nuestra humanidad, nuestra vulnerabilidad, nuestra impotencia, nuestra condición de especie transitoria, no todopoderosa, sin drama, sin susto, sin necesidad de superar ese miedo con la razón o sin ella, sino solo aceptando que es, y que nada existe –ni la religión, y menos ella– que nos ponga por encima de la realidad final.
Por supuesto que la religión probablemente sigue sirviendo para muchas otras cosas, y tomará mucho, mucho tiempo en que alguna vez deje de existir, si alguna vez lo hace y no es reemplazada por otro sistema. Pero mientras tanto, el daño que inflige en generaciones de autómatas no-pensantes que por flojera, miedo o comodidad han elegido suscribir las creencias de otros por costumbre o por herencia, es profundo. Cuándo empezarás a pensar por ti mismo, a liberarte del sistema, de ataduras, de convenciones y de repensar tu vida y tus creencias por ti mismo, para ti mismo. Ese ejercicio de individualidad contribuye más a la universalidad que la pretendida por el pastor y sus ovejas.
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