Raúl Wiener
Era domingo por la mañana y faltaban apenas cuatro días
para que Ollanta Humala pasara de la condición de presidente electo a la de en
funciones, y hasta ese momento luego de un saludo distante con las manos en la
fecha de la victoria (5 de junio) en que me gritó con una gran sonrisa ganamos,
ganamos, mi trato que alguna vez fue cercano con el precandidato, se hizo nulo.
Fueron días de
comisiones de transferencias y de nombres de ministros posibles, la mayor parte
de ellos totalmente ilusorios. La vicepresidenta electa Marisol Espinoza, me llamó una noche al Congreso para pedirme
opinión sobre la lista de ministros que tenía entre papeles y en dónde se
ocultaba el titular de Economía.
Le dije que Paredes
era una pésima elección porque su empresa fue procesada en el escándalo de la papilla con gorgojos en la época de
Toledo y parecía de lo menos deseable para una cartera como la de
Transportes, donde hay casi tanto dinero como corrupción, y dónde opera hasta
hoy el club de los contratistas que amarra las licitaciones. Tomó nota, pero como se sabe no sirvió de
nada. Creo que hice otros comentarios, pero comprendí al poco rato que lo
que estaba haciendo Espinoza, era reunir alguna información que no contaba y
evidenciarme su desconcierto porque las cosas se le escapaban de las manos a
los miembros del partido, mientras
Ollanta y Nadine iban llenado puestos si tomar en cuenta a los que le habían
ayudado a llegar al poder.
Pero ese domingo sonó el celular y al otro lado de la
línea Blanca Rosales me dijo que el presidente quería hablar conmigo. Le dije
que me lo pasara y oí su voz como en los viejos tiempos haciéndome una
invitación para visitarlo a las 11 de la mañana, y luego de pensar un
momento me dijo que trajera conmigo a un compañero español que había sido
también su asesor de cabecera en los momentos más difíciles del largo recorrido
hacia las elecciones pero que quedó fuera, al igual que yo, cuando la campaña
requirió otros consejos.
Estuvimos puntualmente en el local del PNUD, donde le habían instalado algunas oficinas que se
estructuraban de acuerdo a la extraña arquitectura de lo que era antes algunos
de los ambientes del Puericultorio Pérez Aránibar y que seguramente fueron
concebidos para la actividad de niños pequeños que estaban bajo la protección
del Estado. A nosotros nos pusieron en una especie de sala de espera, que
parecía un pequeño hibernadero, donde había unas sillas y esperamos
efectivamente hasta las cuatro de la tarde. Pero a pesar del infinito
aburrimiento que puede causar una situación así, sumado al hambre y al frío de
la brisa del mar, permanecimos estoicos. Después de todo ya no era una cita con
un viejo amigo sino con el presidente.
Al empezar la entrevista nos dimos cuenta que Humala nos
había juntado como un gesto hacia los que dedicamos una gran cantidad de horas
y de ideas a responder sus preguntas e inquietudes de otros tiempos, pero que no tenía nada que proponernos. En
realidad no deseaba llevar la conversa hacia los puntos que estaban pendientes
con la cooperación española que le había dado la mano a su propio costo, porque
estaba yo y ese tema no era conmigo; y tampoco aclarar por qué fui desplazado
desde enero del 2011, como si mi contribución que antes era solicitada con
frecuencia, se hubiera tornado prescindible cuando había que disputar
directamente el voto, porque ahí
estaba el otro compañero y esos temas no eran con él.
En fin, los dos invitados nos dimos cuenta que era una
pequeña trampa para hacer protocolar el encuentro que tenía más de nostalgia
que de otra cosa. En el ambiente flotaba una sensación de que no estábamos en
el plano de relación de otros tiempos Ya sabía que después de su elección,
Ollanta no soportaba críticas, especialmente de los que venían con él
desde la carrera iniciada el 2005. Más de uno me contó de su nueva
frase: ¿me estás presionando?, con la que encaraba se manejaba para asegurarse
que nadie creyera que pudiera influir en la designación de los cargos públicos
que ahora tenía en sus manos. La idea que subyacía debajo de esto era una
convicción íntima de la victoria era un giro propio y no de un colectivo.
Con nosotros no hubo necesidad de hablar sobre presiones
y valoraciones sobre lo sucedido. Fue algo peor. Habíamos almorzado
repartiéndonos lo que quedaba de comida, que ciertamente no alcazaba para tres
platos, y de pronto Ollanta volteó a
mirarme y me preguntó, ¿y tú que vas
a hacer ahora? Habían acabado las generalidades y le respondí: ¿te refieres
a mi relación con el gobierno?; asintió con la cabeza y precisó, ¿vas a estar fuera o adentro? Yo me
había preparado para algo como eso, y contesté con otra pregunta: ¿has pensado algo para mí?, añadiendo
de inmediato: si me propones algún espacio de poder, para participar en la
dirección del gobierno, estoy dispuesto, pero no estoy buscando un puesto de trabajo.
Calló un momento y me lanzó una frase que resumía como
habían cambiado las cosas entre nosotros: ¿tú crees que soy huevón? Me desconcerté
por un instante, pero volví a hablar: no sé por qué dices eso, cuando lo que
te estoy dejando claro es que no estoy detrás de convertirme en funcionario
público, prefiero mil veces ser
periodista, pero si de lo que se trata es de ser parte de un proyecto de
gobierno, participar en decisiones, sí lo haría, porque sería una tarea política.
Yo no quiero aprovecharme de ti, sino todo lo contrario. Ah, ya te entendí, me dijo. Y yo sentí que lo que había entendido
era que no reclamaría como otros cuando me dejaran totalmente fuera. Así
exactamente fue.
La pregunta con lisura que me clavó Ollanta me ha
vuelto a la mente en estos días de ministros nada huevones que se duplican el
sueldo levantando su brazo en señal de conformidad en una sesión de gabinete y
luego cachetean al país con la noticia. Imaginé el momento de la propuesta,
en el que el presidente les hizo la pregunta crucial de si aceptaban o no su
invitación y en el que ministro debería poner sus condiciones, y concluí que
ninguno de ellos y ellas preguntó nunca sobre el poder real que les sería
entregado. En el caso de Castilla y su gente, porque sabían que la fuente de
su poder real estaba fuera del alcance del presidente y se apoyaba en la propia organización del
Estado y en sus vínculos con el sector privado y los organismos financiaron
internacionales. Y el resto seguro que anticipó que serían atajados por una
brutal pregunta: ¿Te estoy dando un
puesto en el gobierno, con buen sueldo y todavía pide más? Meritocracia, le llaman.
Publicado en
Hildebrandt en sus trece
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