Este artículo ha sido puesto en
circulación hoy por la influyente revista británica The Economist, y proviene
de su edición impresa para las Américas. En él se presenta un resumen de la
imagen que proyecta el Perú en el exterior, después de las recientes elecciones
municipales y regionales.
Editorial de the economist
En una reciente encuesta de
opinión, casi la mitad de los encuestados afirmaron creer que si Luis Castañeda
resultaba elegido alcalde de Lima, “robaría
pero haría obra”. En las elecciones locales de este 5 de octubre,
Castañeda, quien niega ser corrupto, obtuvo el puesto tal como se esperaba.
Muchos limeños recuerdan que, como alcalde entre 2003 y 2010, construyó
hospitales municipales y escaleras de concreto en zonas pobres.
La elección de Castañeda es
testimonio del cinismo de los peruanos sobre los políticos, especialmente a
novel local. De los 25 presidentes
regionales salientes, 22 están siendo investigados por apropiación ilícita de
fondos. Tres están en prisión, esperando juicio, y un cuarto se encuentra
fugitivo.
De los que están presos por acusaciones
de recibir sobornos, Gregorio Santos, un izquierdista enfrentado a las empresas
mineras, fue reelegido como presidente de la región norteña de Cajamarca, donde
es visto como un mártir político.
La corrupción expandida en los
gobiernos subnacionales es, en parte, el resultado de la forma defectuosa en la
que Perú ha descentralizado el poder. El principio es correcto: desde los días
de los virreyes que gobernaron la mitad de América del Sur desde Lima, Perú ha
sufrido de excesivo centralismo. La descentralización siguió una tendencia en
las entonces recientemente restauradas democracias latinoamericanas. Pero en la
práctica, dice el politólogo Alberto Vergara, no ha resuelto los problemas del
país sino que los ha agravado, porque los líderes nacionales tienen ahora la
posibilidad de desentenderse de las regiones.
El gobierno optó por darles
estatus de región a los 25 departamentos
ya existentes; además, hay 196
provincias y 1846 municipalidades, todo ello para un país de apenas 31
millones de personas. Comparado con Chile o Colombia, Perú tiene mucha
duplicación, afirma Carlos Casas, ex Viceministro de economía.
Los planes para unir regiones
fueron derrotados en referéndums. Se les devolvió a las regiones
responsabilidades y fondos sin tomar en cuenta la falta de administradores
capacitados en los gobiernos locales o la carencia de auditorías y controles
para el gasto.
En contraste, en Colombia solo
las municipalidades más grandes y de mejor desempeño han conseguido control
sobre la salud y la educación, anota Alberto Rodríguez, del Banco Mundial.
Algunos gobiernos
subnacionales han sacado buen provecho de sus nuevos poderes. En los Andes,
muchos alcaldes han construido carreteras que transforman las economías de sus
pueblos al conectarlos con los mercados nacionales.
Moquegua, en la costa sur del
país, tiene hoy las mejores escuelas del Perú. Pero esas son las excepciones.
La descentralización coincidió
con un boom económico. Los gobiernos locales se encontraron inundados de
dinero, especialmente las 13 regiones que reciben un 50% de los impuestos
pagados por las compañías mineras y de hidrocarburos. Algunos de ellos gastan menos de lo que podrían gastar. Pero esta
bonanza descontrolada ha estimulado la captura de los gobiernos locales por
parte del crimen organizado. En Áncash, al norte de Lima, el hoy preso
presidente regional está acusado de asesinato, espionaje y malversación a
escala industrial.
Hay muy pocos esfuerzos en
curso para pedirles cuentas a los gobiernos regionales. Esto se debe en parte a
que ellos mismos solo recaudan un 1.5% del total de impuestos, comparado con el
6% en Colombia, dice Rodríguez. Con muy pocas excepciones, las regiones son
gobernadas por independientes que representan a movimientos regionales ad hoc,
no por partidos nacionales. Con más de
100,000 candidatos en las elecciones del 5 de octubre, un escrutinio
cuidadoso de sus antecedentes y sus finanzas resultó imposible, según el
consultor político Carlos Basombrío.
La descentralización es un
síntoma de la debilidad de la democracia peruana, no su causa. Las
instituciones nacionales también se han manchado: el Fiscal de la Nación,
Carlos Ramos, y su predecesor también están siendo investigados por conexiones
con la banda de Áncash (ellos las niegan), mientras que docenas de legisladores
se enfrentan a acusaciones de corrupción. El gobierno del Presidente Ollanta Humala
tiene los medios legales para recuperar poderes y fondos de las regiones
disfuncionales, pero ha optado por no hacerlo.
La corrupción descentralizada
de la actualidad no tiene la escala de la de los años 90, cuando el presidente
Alberto Fujimori y su jefe de inteligencia, Vladimiro Montesinos, pusieron las
instituciones nacionales al servicio de un vasto esquema delictivo.
Pero sí es especialmente
preocupante, porque la economía ilegal está creciendo. Perú es hoy el mayor
productor de cocaína en el mundo; la extorsión ha proliferado, como lo han
hecho la tala y la minería ilegales.
Todo ello es testimonio de la debilidad del Estado democrático. El
rápido crecimiento económico quizá ha insensibilizado a los peruanos.
Pero la economía se está
desacelerando. La austeridad podría
provocar menor tolerancia de la corrupción, y preparar el terreno para un
populista autoritario. Exactamente como Fujimori.
Fuente: The Economist
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