domingo, 25 de mayo de 2014


Por Nicolás Lynch
La sentencia de un juez constitucional librando a Alan García de las investigaciones parlamentarias sobre su gobierno es contundente. Nos hace ver que seguimos viviendo las consecuencias del golpe del cinco de abril de 1992 y, quizás, si la más importante de ellas: la impunidad. El auge del sicariato y, peor todavía, su reinado en varios gobiernos regionales corruptos que parecen haber asumido como método de lucha política matar a sus adversarios, nos hace ver que las lecciones del “todo vale”, que vienen del golpe del cinco de abril, han echado raíces.
Por ello digo que las consecuencias del golpe siguen determinando la vida social y política del Perú. En esa fecha un grupo criminal asaltó el poder del Estado con el objetivo de convertirlo en un aparato al servicio del delito. Si bien los principales responsables están presos, Alberto Fujimori y Vladimiro Montesinos, cumpliendo sentencias del Poder Judicial, los procesos que pusieron en marcha no cesan de causar daño e impedir el desarrollo del país. Incluso, nos enfrentamos a la paradoja de un ex dictador que pide constantemente que lo saquen de la cárcel y convierte ese reclamo, la impunidad, en la principal bandera de la organización política que lo respalda.
Desde el punto de vista de la coalición de poder que impulsó el golpe: grandes empresarios, tecnócratas y organismos financieros internacionales, no había otra forma de llevar adelante el modelo de capitalismo salvaje que buscaban implementar. Debían romper las reglas de la convivencia civilizada y volver a romperlas cuando las nuevas pudieran significar un obstáculo para sus fines. Eso fue lo que hizo la dictadura de los noventas para beneficiar a sus promotores y beneficiarse a si misma.
Todos los pretextos del golpe han sido desmontados. Que terminó con el terrorismo, nada más falso. Carlos Tapia ha demostrado con datos y fechas que el senderismo ya estaba derrotado cuando el golpe se produjo. Que había necesidad de las reformas neoliberales y no se podían hacer con la Constitución de 1979. Falso también. El parlamento que cerró Fujimori en abril de 1992 ya había aprobado las leyes necesarias –más allá de lo que pudiera pensarse sobre ellas– para el cambio económico. Lo que no querían era control democrático para poder llevar adelante su desorden criminal. De ahí que la causa inmediata del golpe fuera una ley de desarrollo constitucional que había aprobado el Congreso de la época sobre el control parlamentario de los actos normativos (decretos legislativos y decretos de urgencia) del Presidente de la República, que pretendía limitar los desbordes de Fujimori en materia de inteligencia y criminalización de la protesta.
No se trata entonces de un golpe para implementar un neoliberalismo a secas. No. Se trata de un golpe para implementar un neoliberalismo mafioso. Esa característica es la que se resume en la denominación “capitalismo de amigotes”. Para hacer negocios, en gran parte de los casos, con este capitalismo salvaje, hay que tener amigos en el poder de turno. La rentabilidad no está determinada por la competitividad de los factores de producción sino por las relaciones que se tengan con el poder. La renta política se convierte así en un factor clave de los negocios.
El tránsito de la dictadura a la democracia en el 2000 no terminó con esta relación entre los negocios y el poder. Por el contrario, cualquier gobierno elegido que haya osado, aunque sea parecer, que no era un aplicado seguidor de las reglas del cinco de abril, ha sido rápidamente disciplinado por los poderes fácticos. El recurso más socorrido han sido las campañas de los oligopolios mediáticos que, ante la ausencia de partidos fuertes, asumen la mediación entre la sociedad y la política. El método: los periodicazos. Unos más otros menos, parece que nadie aguanta los periodicazos. Ya no son los diarios chicha de la época fujimontesinista, aceitados con la plata de todos, sino directamente el poder económico que usa a medios adictos para mantener su rentabilidad.
La situación es difícil porque la fantasía del país exitoso y el salir adelante por cuenta propia para poder pagar el mundo privatizado en el que vivimos, están muy arraigadas en la población, pero tienen precisamente su matriz en el cinco de abril. Intentar una versión distinta que revele lo sucedido tiene por ello poco prestigio y menos tribuna. De ahí la circunstancia horrorosa de que 22 años después los defensores del golpe puedan tener espacio para defender sus acciones y que, a lo sumo, se permitan versiones descafeinadas que condenan “la ruptura del orden constitucional”, pero señalan la necesidad de continuar con el orden presente sin fijarse siquiera que vivimos con la constitución y las leyes de los golpistas.
Debemos atrevernos a más. La impunidad, los sicarios y el manejo mafioso del poder no pueden ser la manera de relacionarnos entre los peruanos ni constituyen ningún proyecto de futuro para el país. Cualquier alternativa debe también ser la negación de este golpe nefasto.  

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