Escribe: Claudia Cisneros
Ese día en la Casona de San Marcos, antes de
salir a jurar por la hoja de ruta, Ollanta saludó extendiendo la mano a cada
uno de los participantes de la juramentación. Cada cual, a su turno le decía
algunas palabras. Esperé al final, y justo antes de salir a escena lo miré
fijamente a los ojos y con una mezcla de urgencia, petición y exigencia le dije
lo que me ardía en el corazón: “No nos defraudes”. Debí haber reparado entonces
en lo protocolar, distante y –ahora me parece– esquiva respuesta. Un lacónico no
con los ojos escapándose. Apoyé al entonces izquierdista Humala por tres cosas:
1) Porque el fujimorismo no era (es, ni será jamás una opción para quien se
toma en serio la democracia). 2)Porque por información privilegiada que me
llegó sin que la buscara y de fuente directísima, pude tener la seguridad de
que Humala no estaba ya con Chávez como en el 2006, y sus cercanías eran más
bien con el Brasil. 3) Porque La Hoja de Ruta era un compromiso con los
derechos y deberes fundamentales que garantizan una democracia plena, con
libertades políticas, económicas y ciudadanas. Y porque si Vargas Llosa,
después de conversar con el candidato, estaba persuadido de sus intenciones al
punto de lanzarse a endosarlo, por extensión yo también elegía darle el
beneficio de la duda.
En el tiempo, los peruanos
descubrimos cuán equivocados estuvimos: tanto la ultra derecha ultra
capitalista que hizo campaña en contra de Humala (con los vergonzosos
argumentos de que quitaría sus casas y hasta sus hijos a los ricos), y que para
sus plácemes y conveniencia acabó esforzándose en ser uno de ellos. Como
equivocados estuvimos, desde el centro y las izquierdas, al escoger poner
nuestras esperanzas en él.
Humala engañó a todos. Es
probable que solo su esposa supiera entonces la ruta que pensaban tomar. Es
más, hasta arriesgaría decir que no es poco improbable que ni siquiera Humala
supiera que acabaría siendo el ventrílocuo presidencial del más abusivo
empresariado nacional que de a pocos tomó posesión del cuerpo y mente de su consorte.
Por eso, este último discurso
en el Congreso a mí no me ha sorprendido nada. Más allá de las cifras
maquilladas –lo más probable que sin su conocimiento o interés– lo que queda sellado en ese
discurso es el Humala colonizado por la tecnocracia. Y no que la tecnocracia en
sí sea un demérito, pero no solo de tecnocracia vive el pueblo. Porque así sí
es deficiente y puede ser hasta perversa la tecnocracia, cuando se usa como el
marketing, como la propaganda del neo liberalismo, ese modelo antisocial y
antinación que solo persigue la consecución del lucro de unos pocos
privilegiados por encima y en perjuicio del pueblo, el colectivo, la nación.
Y eso terminó siendo Humala,
el facilitador de esos intereses egoístas, capitulando su poder de cambiar la
historia, de imponer el bien común. Y eso vimos en el Congreso este 28: Humala,
el tecnócrata, en su último acto de mal circo político.
No me arrepiento de haber
querido creer en algo mejor para el país. Ni de que haya salido Humala en vez
de Keiko. Porque más allá de su mediocridad política, de su alienación
económica, de su invisibilidad de ideas propias, su sometimiento al poder
económico o su inexistente partido, lo cierto es que el fujimorismo hubiera
sido igual de brutal en el salvajismo neoliberal pero con el añadido de su
cinismo, uñas de lobo, prepotencia, arbitrariedades y transgresión a derechos
humanos, políticos e individuales. Eso sí, quien debería vivir el resto de su
vida avergonzado frente al espejo es el que ganó nuestros votos a punta de
engaño y oportunidad. Tanto esmero puesto en ser una decepción. Devuélveme mi voto, Ollanta
Humala.
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