La política peruana es extraordinariamente
personalista. Organizaciones como Perú Posible, Solidaridad Nacional y el
Partido Nacionalista no son partidos políticos: son vehículos personales,
hechos por –y para– una sola persona. Son la propiedad de sus fundadores. No
tienen razón de existir más allá de las ambiciones electorales de su líder.
Como dijo Ollanta Humala al ser criticado por militantes nacionalistas, “yo
fundé el partido con dos personas, y lo puedo volver a hacer si es necesario”.
Los partidos peruanos son tan personalistas que
las marcas partidarias no existen más allá de la imagen del líder. Cuál es el
símbolo de Perú Posible? Una “T.” El símbolo de Fuerza Popular? Una “K.” Del
PNP? Una “O.”
Hasta el APRA se ha convertido en vehículo
personal. Alan García es su líder desde hace 31 años y su único candidato
presidencial desde el regreso de la democracia. Casi toda su actividad
partidaria se dedica a la defensa de García.
El personalismo debilita a los partidos. Subordina
a la organización a las ambiciones de un individuo. Piensen en las
candidaturas. Uno de los papeles principales de un partido político es postular
candidatos a cargos públicos. Un partido serio postula (y apoya) candidatos en
todo el país. No postular candidatos es casi impensable –sería un suicidio.
Pero muchos partidos personalistas se abstienen de
postular cuando su jefe no es candidato. El líder calcula que no le conviene
que haya un candidato que no sea él, porque podría amenazar a su control total
sobre el partido. Que un partido de gobierno no tenga candidato presidencial,
como ocurrió con Perú Posible en 2006 y el APRA en 2011, o que un partido
nacional abandone a su candidato en Lima, como hizo el APRA con Roca (2010) y
el PP con Sheput (2014), es una locura. Hace muchísimo daño al partido.
O piensen en los cuadros. Los partidos que duran
reclutan nuevos cuadros con talento y los ayudan a crecer. Les dan la
oportunidad de construir la base y la imagen pública necesaria para ser electo
en el futuro. Los partidos personalistas hacen todo lo contrario. En vez de
convertir a sus nuevos cuadros en candidatos exitosos, los convierten en
escuderos. Dedicarse a defender el líder a todo costo puede destruir a una
carrera política. En vez de construir una buena imagen, los escuderos se
queman.
El personalismo mina a los partidos cuando las
ambiciones individuales del líder se imponen al bien de la organización. Una
organización convertida en un vehículo personal del líder no tiene vida propia
–y casi siempre colapsa cuando el líder deja la política.
Pero los líderes dominantes también pueden
contribuir a la construcción partidaria. Primero, aportan votos. No se puede
construir un partido viable sin votos. Y en un sistema presidencialista, los
que atraen votos son los candidatos presidenciales. Pocos partidos toman vuelo
sin un candidato atractivo. En el caso de la izquierda peruana, por ejemplo,
unirse en un Frente Amplio no ha sido suficiente para convertirse en partido
viable. Sin otro Barrantes, sería condenado a los márgenes políticos.
Para los nuevos partidos, entonces, las grandes
figuras –como Haya o Belaunde– pueden ser claves. Tener a Lula o a Evo como
candidato puede convertir una fuerza marginal en un partido ganador. De hecho,
muchos partidos exitosos en América Latina tomaron vuelo gracias a la
popularidad de su líder: el PLN de Costa Rica (Pepe Figueres); el PRD y PLD en
la República Dominicana (Juan Bosch); el APRA y AP en el Perú (Haya y
Belaunde); ARENA en El Salvador (Roberto D’Aubuisson); el PT en Brasil (Lula),
el PRD en México (Cárdenas).
Segundo, los líderes dominantes pueden utilizar su
carisma para fortalecer a la organización partidaria. Si en vez de ignorar o
pisar a las instituciones partidarias como el congreso partidario o elecciones
internas, el líder dominante las respeta y las abraza (aun cuando eso significa
una reducción de su propio margen de maniobra), las instituciones saldrán
fortalecidas. Rómulo Betancourt (AD en Venezuela), Jaime Guzmán (UDI en Chile),
y Lula hicieron eso.
Tercero, los líderes dominantes pueden fomentar el
recambio generacional. Si en vez de ignorar o atacar a las nuevas figuras
talentosas que surgen en el partido, los líderes dominantes los abrazan y
promueven, el partido saldrá fortalecido, con futuros candidatos. No es fácil.
Promover nuevos líderes requiere más que una escuelita de capacitación y una
foto con el caudillo. Requiere que el caudillo ceda poder y protagonismo en el
partido que él mismo fundó. Requiere que renuncie a una candidatura
presidencial que podría ser suya, y en algún momento, que dé un paso al
costado. Pero Betancourt, Lula, Cardoso, y D’Aubuisson lo hicieron.
En el Perú, donde los partidos han colapsado por
completo, el “caudillismo” podría ser el camino más viable hacia la
construcción partidaria. Lamentablemente, los políticos principales han hecho
poco para fortalecer a sus partidos. Fujimori, Toledo, García, Castañeda y
Humala siguieron la clásica receta personalista, burlándose de las
instituciones partidarias, ignorando (y hasta minando) candidaturas que no son
suyas, y buscando escuderos en vez de cuadros.
Pero hay excepciones. Lourdes Flores es una. Otra,
paradójicamente, podría ser Keiko Fujimori. Alberto Fujimori era un líder
ultra-personalista que destrozó a varios partidos. Según Keiko, su padre “no
cree en los partidos. Como buen caudillo, no le gusta ceder el poder. Y para
construir un partido, uno tiene que ceder el poder”.
Pero Keiko –heredera del movimiento personalista
creado por su padre– parece diferente. Invierte en su partido. En vez de pasar
su tiempo en Stanford o en Twitter, viaja con frecuencia al interior,
inaugurando comités y reclutando candidatos. A diferencia de otros partidos,
Fuerza Popular tiene varios candidatos viables en las elecciones regionales de
octubre.
No sé si Fuerza Popular terminará
institucionalizándose. Hoy, sigue siendo un partido personalista. Pero a
diferencia de sus rivales (y su padre), Keiko parece querer construir algo
duradero. Si el fujimorismo todavía no es el partido más fuerte del Perú, podría
serlo pronto.
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