Por Nicolás Lynch
La discusión sobre una nueva
ley universitaria ha dado un vuelco en los últimos días. La propuesta de un
ente regulador o superintendencia del sistema, quizá la innovación más
importante del dictamen promovido por el Congresista Daniel Mora, ha sido
gravemente deformada en otro proyecto reciente presentado por el Ministro de
Educación Jaime Saavedra, y esto pone las cosas en una perspectiva radicalmente
diferente.
No nos gustó desde el
principio el nombre “superintendencia” y no eran temores infundados, este hace
alusión a vigilancia en el sentido represivo del término. Preferíamos el nombre
“consejo”, por Consejo Nacional de Universidades, que hace alusión a acuerdo y
entendimiento, conceptos más cercanos al espíritu universitario.
Originalmente el ente
regulador había sido entendido como una institución del sistema universitario,
que surgía de las propias universidades, incorporaba miembros de la sociedad
civil y algún representante del gobierno y tenía, por lo tanto, la capacidad y
legitimidad para ejercer las funciones de planificación y evaluación de las
universidades. La autonomía no se vulneraba porque se trataba de una nueva
institución dentro del sistema y la democracia tampoco porque era una
institución formada, en mayoría, por los
mejores entre pares para cumplir las funciones señaladas.
La protesta de la ANR en los
últimos meses frente a este dictamen ha sido porque la elimina por inútil, tal
como lo ha demostrado a lo largo de varias décadas. La de las universidades con
dueño ha tenido otro cariz, se debe a que no quieren la fiscalización a la que
las obliga el dictamen en debate. En ambos casos levantan la bandera de la
autonomía pero para ocultar sus falencias.
No es así con la propuesta del
Ministro Saavedra. Esta plantea un ente ajeno a la Universidad, dependiente del
Ministro de Educación y con funciones de fiscalización de tipo policial. Se
dice que la misma superintendencia definirá los estándares para fiscalizar y
que realizará su función a través de una “unidad de ejecución coactiva”, nada
universitaria por cierto. Se trata de una institución no sólo
extrauniversitaria sino hasta antiuniversitaria.
Según su propia declaración a
Saavedra no le interesan ni la autonomía ni menos la democracia universitaria,
lo único que se cuida de recordar es la iniciativa privada y la necesidad de no
limitarla de ninguna manera. Sin embargo, no por gusto sucesivas constituciones
mencionan la autonomía como un pilar central del quehacer académico, porque la
autonomía crea las condiciones para el ejercicio de las libertades de cátedra e
investigación. El que se hayan cometido excesos al amparo de la autonomía no
implica eliminarla, sino proceder a reformarla como plantea el dictamen
original del proyecto de ley universitaria. Las libertades, además, son
posibles si hay gobierno democrático de la universidad, opuesto a la idea de la
superintendencia como la plantea Saavedra.
Falsamente Saavedra pretende
comparar la regulación universitaria con la que se realiza con los bancos,
confundiendo a la universidad con las instituciones financieras. No, Señor
Saavedra, se trata de instituciones de diferente carácter, los universitarios
no somos cosas, ni nos movemos con la lógica de las ganancias y pérdidas, sino
académicos que nos desarrollamos en la lógica de la producción de
conocimientos. En otras palabras, entre las universidades empresa y ministros
como Saavedra, nos encontramos en la antesala
de que la palabra libertad sea borrada de los claustros universitarios.
¿Qué sentido tiene poner esta
bomba de tiempo en el debate en este momento? Ningún otro que frustrar la
aprobación de una ley universitaria progresista que sea una herramienta para
avanzar en el proceso de reforma universitaria que urge en el país. Al final de
la jornada lo que buscan, es que queden una ANR debilitada y el DL 882, para
negociar con la mediocridad y mantener el lucrativo negocio de la educación sin
calidad. Esta iniciativa me recuerda la “ley gorila” (1969) del gobierno de
Velasco (el DL 17437) que instituyó el CONUP, también desde fuera de la
universidad, convirtiendo los campus en campos de batalla y paralizando el
quehacer académico hasta su derogatoria en 1972. Y eso que detrás de ese DL estaba la
frustración de académicos de fuste como Augusto Salazar Bondy y Walter Peñaloza, mientras que ahora las
luces brillan por su ausencia.
Pero el intento de bloquear
una ley progresista tiene un brazo más largo. Busca terminar con lo que queda
de pensamiento crítico, especialmente en las pocas universidades que todavía lo
practican. El pensamiento crítico que asume como su función universitaria la creación de conocimientos para el
desarrollo del país. Hasta ahora nos enfrentábamos, en desigualdad de condiciones
es cierto, con las mafias y los mediocres de todas las layas, hoy agregamos a
estas especies a la tecnocracia, también mediocre, que quiere regimentarnos.
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